Verónica
Aranda, Dibujar una isla,
MADRID,
reino de cordelia, 2017.
Francisco José Martínez Morán
Dibujar una isla, merecedor del
XX Premio de Poesía Ciudad de Salamanca y publicado, con una delicadeza
encomiable por Reino de Cordelia, es el nuevo libro de la prolífica y siempre
sublime Verónica Aranda (Madrid, 1982), autora de una magnífica colección de
títulos que pueden contarse ya, sin duda, entre los mejores de su generación.
Ariadna García constataba en su momento, al hilo del libro que ahora también
reseñamos (Oculta Lit, a través de la bitácora El rompehielos, 19 de enero de 2018), la forja que de su voz, tan
propia, reconocible e hipnótica, había ido realizando Verónica Aranda a lo
largo de su larguísima producción poética y la manera en que esos elementos
característicos fraguan, como siempre y como nunca, en los poemas que componen
su última entrega lírica; y al mismo tiempo, sin suponer una contradicción, un
giro importante en su tratamiento de temas y formas. En efecto, Ariadna García
acertaba de pleno: sigue, como siempre, encontrando el lector en Dibujar una isla un trabajo honesto y de
alta exigencia, perfeccionista y plagado de detalles y sutiles musicalidades,
pero también, al unísono, una nueva dimensión interior del verso y sus posibilidades
de introspección hasta ahora inédita en Aranda. Estos nuevos caminos, presentes
sobre todo en el tramo final del conjunto, resultan sólidos y prometedores, y
contrastan, enriqueciéndola en un muy alto grado, con la distintiva sensualidad
verbal de la autora. Hay, tal vez, en estas páginas una nueva y fascinante
frialdad de lo real cotidiano que, pasada por un filtro simbólico de inusitada
potencia, resulta, sencillamente, sobrecogedora.
Dibujar una isla se divide en
tres partes. Las dos primeras, un recorrido minucioso por las islas del Egeo y
del Jónico, suponen un glorioso, sugerente y logradísimo elogio de la levedad.
La poeta construye en ellas un nosotros,
no poco narrativo, sobre el que se levanta y gravita una lúcida observación de
lo cíclico y de lo necesariamente perecedero. Todo encaja: se produce un viaje
a la raíz y sus frutos; las viajeras, que se saben herederas de ese mundo
eterno que apenas rozan, se reconocen, a
su vez, temporales y variables: como el mar que circunda todos los
territorios, como la piel en el vaivén de los deseos y las frustraciones
veladas. De ahí los símbolos cítricos que pueblan los poemas de estas
secciones; de ahí los jardines de las villas, los ciruelos, las alcaparras, los
pinares, el vino, el paraíso diminuto que se nos describe en versos
como los de “Antipaxos” (p. 47), como preludio de un nítido descenso a los
infiernos: como en el mito de Perséfone, quizás, fruta para el olvido que
apenas fue recuerdo.
El título del libro remite a ricas evocaciones sobre la tarea misma de la
escritura: el dibujo requiere de la observación, como la poesía; la isla
requiere interioridad, encuentro y desencuentro de tierra y agua, como se
requieren papel y tinta. Recordaba Cirlot en su Diccionario de símbolos que Jung hablaba de la isla como un
“refugio contra el amenazador asalto del mar inconsciente” (cito según la
edición de Siruela de la obra [2001, p. 263]). Hay en los poemas de Aranda
refugio y conocimiento compartido, hogar itinerante contra la podredumbre de lo
roto. Verónica Aranda teje en estas dos secciones el tapiz de una íntima odisea
y traza, por lo tanto, un delicado puente entre la épica personal y la lírica
aún no desgastada, pero inminentemente ruinosa, de las protagonistas.
Tras la transición de las islas del Jónico, en las que se intuye, desde
el mismo acercamiento en ferry una tormenta irremediable, la simbología de la
isla cambia de forma diametral y es la casa, el hogar que debe compartirse, un
perfecto exponente de las islas con las que cierra Cirlot la entrada de su Diccionario antes aludida: en paralelo a
la sección final (“Dibujar una casa”) encontramos que “[según el hinduismo] la
isla se concibe como el punto de fuerza metafísico en el cual se condensan las
fuerzas de la inmensa ilógica del océano”, mientras que para la cosmovisión
grecolatina simboliza “[la isla] aislamiento, soledad y muerte. La mayor parte
de deidades de las islas tienen carácter funerario, como Calipso” (loc. cit.). Huelga decir, así pues, que
ambas culturas han influido de manera decisiva en el quehacer poético de
Verónica Aranda y que, por ende, este resulta un paso más que lógico en la
evolución de su escritura.
Es el momento, en esas páginas finales, de la exploración de dicha
confluencia, a través de los versos más sombríos de toda su carrera, pero
también, me atrevo a decir, de los más personales y, sin lugar a dudas,
turbadores. Y no se conforma aquí Aranda con la inercia del significado direco
de la casa convertida en isla y en jaula y en desencanto, sino que crea un
enorme catálogo de imágenes (incluso con neologismos en aposición realmente
felices, como silencio-arcilla)
cercano al surrealismo para delinear con precisión exquisita el fruto malogrado
de una isla sin raíz donde la promisión se resuelve en un inventario de lo irrecuperable.
Se viaja, así, de la clave alta de las islas griegas (de la fluidez de la
natación y del itinerario) a la clave baja, muy baja, de lo detenido y hecho
añicos, al testimonio del estigma y del muro.
En definitiva, Dibujar una isla
nos ofrece una novedad doble: no solo una magnífica colección de poemas nuevos
de Verónica Aranda, sino también un nuevo rumbo en su dicción y una nueva forma
de construir sus libros y los poemas que los componen. Estamos de enhorabuena.
(Reseña publicada en el nº14 de la
Revista Paraíso, Diputación de Jaén, 2019)
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