PRÓLOGO: Recortes de eternidad Alicia Andrés Ramos
“No sigas las huellas de los antiguos. Busca lo que ellos buscaron”, predicaba el maestro Matsuo Basho a sus discípulos. Este es el camino creador de Verónica Aranda, una senda despojada de artificios, casi ascética, que discurre cercana a la de los haijin clásicos no solo en los aspectos formales sino también en la humildad de su mirada. Consciente del principio zen que reza que una mota de polvo contiene a la Tierra por entero, la autora detiene su paso ante ínfimos detalles que revelan un sentido de eternidad. El sonido de unas ajorcas, la luz derramada sobre una espiga, una luciérnaga sobre el brocal de un pozo, el rojo sanguíneo de los crisantemos. Cada haiku es el retrato de un instante, insecto fugaz que rompe la permanencia. Diecisiete sílabas con atmósfera propia que traspasan la frontera del papel escrito para convertirse en una experiencia sensorial. En este libro encontramos poemas que rozan lo pictórico esbozando con tres trazos la escena de un monje desnudo sobre un lecho de lirios o la sangre rodeada de flores de un ciervo herido. Otros son el aroma envolvente de una pipa de kif o el tañido de un oboe que se entrevera en las copas de los pinos y nos seduce a través del oído.
No obstante, este goce de los sentidos no conduce a un esteticismo vacío. La poeta asume en sus versos que la belleza es una flor contradictoria que hunde sus raíces en praderas y estercoleros. De la paradoja surgen algunos de los destellos más brillantes de esta senda que Verónica Aranda encierra en poemas esféricos entre cuyos elementos se produce una suerte de catarsis. La deformidad del leproso se mezcla en su escudilla con las flores de hibiscus, un viejo eunuco acuna la vida sin amputar del recién nacido y las cometas sobrevuelan los barrios humildes, ajenas en su ingenua alegría a la pobreza.
A través del ojo de cerradura de cada poema contemplamos, hipnotizados, la alquimia de estas imágenes. La brevedad del haiku tiñe el poema de incertidumbre. Sus tres versos entablan un diálogo entre lo visible y lo invisible que nos lleva a un territorio liberado del simbolismo del lenguaje. Nuestro peregrinaje por la Senda de Sauces llega aquí a su tramo más intangible. Tras la persiana de palabras se extiende un paisaje donde el silencio es elocuente. El viajero solo dispone del hilo de un poema para comprender un gesto ceremonioso, una noche solitaria, un desasosiego. Estados anímicos que, en ocasiones, se identifican con la Naturaleza que los envuelve. La nieve puede ser incertidumbre y una aurora de Asia la última esperanza. La haijin camina con discreción, sin interponerse entre el poema y nuestra mirada. ¿Qué pesada culpa carga el enfermo sobre su costado? ¿De dónde nacen los desasosiegos que refleja el aljibe? ¿Qué destino aguarda a la niña albina que cruza un campo de colza? Soledad, aislamiento, lejanía. Suenan en el aire las palabras no escritas y el lector ha de prestar oídos a la voz inacabada que desvela el enigma del haiku.
Escribir con esa tinta invisible no es tarea fácil y su aprendizaje forma parte de un camino purificador en el que confluyen vivencia física y espiritual. En este sentido, la más larga travesía puede durar un paso y viceversa. El confucianismo, una de las raíces filosóficas del haiku, afirma que “los peces están hechos para el agua y los hombres para el camino”. El viaje, siempre presente en la obra de Verónica Aranda de uno u otro modo, desgrana en esta vereda la simiente de tierras lejanas. Algunas, como la India , fueron patria temporal de esta poeta en tránsito y su sabor especiado impregna las páginas de este libro. Monzón, cortes de luz, lonja de Goa, niños jugando en lodazales, segadoras con saris descoloridos. En otros haikus resuenan los ecos arábigos de la llamada a la oración o los hammanes de barrio añadiendo fragmentos al mosaico que Senda de sauces despliega ante el viajero. Partículas poéticas que vibran en el aire cambiante de las estaciones y nos transportan al momento que la poeta recortó con su mirada. Si como decía Octavio Paz en La tradición del haiku “viajar no es morir un poco sino ejercitarse en el arte de despedirse para así, ya ligeros, aprender a recibir", es evidente que la poeta ha cultivado este oficio a lo largo de países y años hasta destilar en esta obra la esencia de lo cotidiano. No en vano el haiku es el género del desprendimiento.
De las lluvias constantes de la primavera a la nieve cayendo, copo a copo, haiku a haiku, sobre las páginas del invierno. El ciclo de lectura de estos noventa y nueve poemas siempre recomienza así como las estaciones giran infinitamente sobre los campos. No hay lugar para la nostalgia en el presente continuo de un haiku. Ocurre aquí y ahora, renovándose cada vez que volvemos sobre sus versos. La poeta sabe bien de lo interminable de este viaje y atesora lo único que el tiempo no podrá arrebatarle: instantes.
“Siempre en camino/rastros de cien ciudades/en mis sandalias”
Verónica Aranda, Senda de sauces (99 haikus), Ediciones Amargord, Madrid, 2011