ALBERTO
RODRÍGUEZ TOSCA (Artemisa, Cuba 1962-La Habana, 2015), falleció hace unos días
en La Habana. Considerado uno de los poetas más
importantes de su generación (la generación de los 80 en Cuba), en 1987 obtuvo el Premio David de poesía con el libro Todas las jaurías
del rey y mereció el Premio de la Crítica en 1992 por su libro Otros
poemas y en 2006 por el poemario Las derrotas. Residía en Colombia
desde 1994.
Según Arturo Arango, “su poesía, más que derivar por contextos
específicos, por los vericuetos de la vida nacional, se centró siempre en las
angustias del individuo, en la relación del escritor con esa otra parte de su
ser que es la palabra, en los límites de esa misma palabra y de la existencia.”
Os dejo tres poemas de Alberto, a modo de pequeño homenaje.
Las derrotas
Aquí comienza la enumeración de mis
derrotas. Las que me propiné me propinaron. Les ordeno marchar en fila india
como bestias marcadas con broquetas de azufre a la vista de una horda de
ángeles. Les tapo los oídos para que no se distraigan con la euforia de los
triunfadores. Las beso en la boca para que se distraigan con mi beso mientras
pasa la quinta columna de los hombres felices. Este lunes, mis derrotas y yo
nos pusimos de acuerdo para mirarnos a los ojos. Ya nos estamos viendo, rozando
con los dedos, casi amándonos a la sombra indiferente de un cielo en llamas:
Amigos idos, cuerpos enfermos, espíritus en ruina, vinos baratos, endiablados
alcoholes, heridas en la cara, lenguas traidoras, mujeres en fuga, puertas
clausuradas, plegarias, miedos, hambres, fiebres, cansancios, filias, fobias,
héroes, mártires, extravíos de fe, hojas en blanco, naves a la deriva, falsos
poemas, entierros, destierros, nombres propios, recónditos adioses, mis 38
años, todas las tumbas: mi madre en una de ellas, y polvo, polvo, mucho polvo
cayendo sobre la realidad como chispas de agua sin consagrar en un bautizo
embrujado. Ya fueron despedidas todas las plañideras. No habrá lamentos pero
habrá un gemido. Un solitario gemido de papel a la luz de dos lunas. La mía y
la vieja luna del mundo sobre cuyas laderas se acuestan con la muerte todos los
derrotados. Buenos días, siglo. Por fin nos encontramos. Ojalá no hayamos
llegado tarde a la cita.
Las vidas tranquilas
del dolor
Vienen y van como
cometas perdidos en una galaxia enemiga. Arden en la fragancia de los trinos y
no se comprometen si no con sus propias estelas de agua. Son las vidas
tranquilas del dolor. La calma chicha de la sangre agujereada por alfileres de
seda. La fuente. El puente. Una estación para sembrar pequeños botones de bocas
cerradas. El silencio no es humano. Lo alquilan en la tierra para falsificar la
gloria de los dioses. Pero si callas hoy mañana te será dado un reino de noches
sin culpas y devuelta la devoción por la música de los desiertos. No soy digno
de decir lo que digo. Pero la madrugada será larga y nadie llamará para decir
que no soy digno de decir lo que digo. Una cerveza, un ánfora, una foto, un
perro, un vaso, un puerto, una tumba de más, una conversación con las estrellas
y un país. Así transcurren las vidas tranquilas del dolor. Entre un cuerpo que
tiembla y una ventana por donde alguna vez se fugó el día
El extranjero
Hoy me puse mis galas de extranjero para salir a
caminar. Esta ciudad no es mía. La recorro sin prisa. Dejo que me recorra como
lo haría la mano de una niña abandonada en una caja de cartón ante la puerta de
un prostíbulo. La ciudad ignora que yo existo. Me escurro entre portales,
columnas, puentes, autos, muros, gente. Soy un fantasma aferrado a su túnica
como al último madero de un bosque a punto de zozobrar entre las ruinas de un
suburbio en llamas. En cada esquina me aseguro de que aún llevo la isla en peso
doblada en el bolsillo. Asechan los ladrones. Los asesinos cumplen su ronda
alrededor de los ensueños del paseante solitario. Despiertan exhaustos los
amantes al regreso de la dura faena. Si algo le pasara a la isla en peso que
llevo en el bolsillo, la lluvia que ha empezado a caer quedaría congelada en el
aire y tendríamos que abrirnos paso por entre espadas de hielo. Si algo le
pasara a la isla que llevo en el bolsillo. Me resguardo en la barra de un bar
del barrio La Concordia y pido una cerveza y un reloj. Busco el aturdimiento en
el reloj y la hora exacta en la cerveza. Escribo este poema al dorso de la
carta donde me advierten que debo seis meses de alquiler. ¿Será muy tarde ya
para rendirle cuentas de las derrotas de anoche a la noche de las derrotas de
mañana? En la mesa contigua un hombre llora, otro habla con la sombra de un
barco que navega desconsoladamente en la pared. Yo pago la cerveza y vuelvo a
la intemperie de un mundo que gira a la velocidad de un lirio. Sí, esta ciudad
no es mía, pero tampoco de quienes la heredaron. Es del alba, es del sueño, es
de la noche. Por eso hoy todos nos pusimos las galas de extranjero para salir a
caminar.
©
Alberto Rodríguez Tosca