RESEÑA
DE TACHA, DE FRANCISCO JOSÉ MARTÍNEZ MORÁN
(Editorial
Renacimiento, Sevilla, 2018)
La
de Francisco Martínez Morán es una poesía limpia y precisa, vertebrada en la
concisión. Al igual que en sus libros anteriores, Tras la puerta tapiada y Obligación,
el autor cincela cada poema hasta alcanzar una elegancia formal y una
musicalidad sublimes, combinando heptasílabos y endecasílabos, abrochados con
finales contundentes.
Llama
la atención el título de su nueva entrega, Tacha.
Para la RAE, tacha es “nota o defecto que se halla en una cosa y la hace
imperfecta.” Tacha podría referirse asimismo a tachadura, borrón; podría
remitirnos a una retórica que se despliega a través del hueco, del esbozo de
poema, de anotaciones acumuladas con el paso de los meses que son correcciones
sin fin en un “borrador plagado de tachones”. Así, nos encontramos ante una poesía
de lo cotidiano que se construye a través de materiales humildes. El hilo
conductor del libro es la metapoesía. Hay una reflexión constante sobre la
creación y el autor se ve a sí mismo como un amanuense o un observador que
“emborrona palimpsestos”. No hay una búsqueda de la totalidad, porque el lenguaje
siempre se queda anquilosado y el poema se reduce a “fragmento que nunca formó
parte de un todo comprensible.” Esta idea de lo incompleto se acerca al budismo
zen, que halla armonía y belleza en la imperfección, en “la nostalgia de lo
roto”.
Francisco
José construye el poema sirviéndose de un lenguaje aparentemente sencillo y de
una gramática sucinta, que emplea un “tiempo en llaga”, porque todo conduce a
la pérdida o al páramo de una quietud aplastaste. Entre el estoicismo y el
nihilismo, el autor duda una y otra vez de la eficacia de la palabra, empleando
símbolos recurrentes como hielo, nieve, polvo, tinta, huesos, que gravitan
dentro del campo semántico de la desgana y el desencanto.
Una
de los puntos fuertes del poemario, que atrapa la atención del lector, es la
intertextualidad. El poeta madrileño hace guiños, dialoga con los clásicos,
glosa a poetas como Garcilaso y Claudio Rodríguez, y ejecuta hábiles juegos
retóricos al estilo Lope de Vega, pero siempre con sello propio. De ahí que los
títulos cobren también importancia en ese juego intertextual cuya hilatura pide
un lector atento, que tenga presente la tradición hispánica que Morán nos
devuelve deconstruída.
El
autor bebe de la tradición medieval de los códigos de caballería y de los
cancioneros renacentistas, llevándolos hábilmente y con sabiduría al terreno
actual, el del sujeto posmoderno urbano, que está solo, terriblemente solo e
incomunicado, a pesar de la hiperconexión. De hecho, el tema central del
poemario es el pesimismo existencial, que retoma la visión negativa del mundo
que se tenía en la Edad Media y se impregna del pesimismo del Barroco. Al igual
que Jorge Manrique, el poeta madrileño reitera que cualquier tiempo pasado fue
mejor, y aquí entra la infancia, un subtema constante en su obra, junto al de
la fugacidad del deseo:
Eran los buenos
tiempos
los que no necesitan
descripción.
Por
otro lado, la vida se reduce muchas veces al paso inexorable de los días, deja
solo desengaño y vacío:
Por las grietas se
filtra
la terca vacuidad
de los minutos.
Perdida
la fe en la literatura, solo queda asumir, en compañía de los clásicos, lo
estéril del ejercicio de escribir. Martínez Morán demuestra una vez más su
amplio bagaje cultural y su dominio absoluto de la poesía breve y, en cierta
medida, épica. Sin duda, un poeta sin imposturas al que hay que seguir.
Verónica Aranda