Verónica Aranda, Épica de raíles (Premio Internacional de
poesía Miguel Hernández, 2016), Devenir, Madrid, 2016
Rafael Morales Barba
Barajando
una sucesión de estampas, con epicentro en el deseo hecho cuaderno de viaje, perfumado
de paisajes exóticos, construye Verónica Aranda el eje de un libro de amores
anónimos y búsqueda personal, juvenil y madura, fresca. Un intenso erotismo
acendrado lo habita en su fulgor delicado y descubrimiento. Épica de raíles es desde ahí una
indagación o aventura de vivir y arriesgarse (escribió Claudio Rodríguez),
hecha lírica y autoconocimiento en verso libre: “Vine también a sondear mis
límites”, aprendizaje y sabiduría contra la perplejidad en su entrega. Una
épica íntima y viajera, des/implicada y atenta (pulcra en la mirada sobre el
aterimiento), interior, sensorial y experiencial, hecha delicadeza e intimismo,
velocidad y trashumancia como resistencia. Luis Muñoz habló de ello con otro
tono, y así llegan estos versos diferentes, libres y claros, ajenos al molde
del realismo español de los 90, en su compartida y distinta claridad. Verónica
Aranda habla desde ahí de la patria-exilio, del oikós o lugar del amor y deseo, identidad, ausencia o búsqueda a
través de la piel. Lo residual es el paisanaje, individuos situados en los
márgenes, excéntricos, pobres sin ámbito, amor que precisa. Y si bien esa otra
mirada sobre lo marginal es atenta en su delicadeza, implicada y reflexiva ocasionalmente
(la Zenobia Camprubí, reivindicada en su papel moderno y pérdida). Si se asoma
con exquisita sensibilidad (mendigos, ancianos, lenguas que desaparecen o el
descubrimiento de la miseria), no dejan de ser un complemento de lo
fundamental: eros en el viaje, la
expectación atenta y desubicada, el deseo, la delicadeza circunspecta. Ese es
el asunto real, por encima de gentes miserables y apartadas, miradas con dolor
y amor, en escenarios exóticos, India, Cuba, Patagonia…o la atención sensitiva
y nominal de las flores innominadas de su verso libre, creando una atmósfera de
bambudales y azoteas lúgubres, o el
salto previo a la madurez de la experiencia hecha canto tras esta primera sabia
siega, a la espera de otras incursiones.
Los flamboyanes y los mitones de los pobres en su contraste, entre la luz y la
precariedad de la presencia/ausencia si se prefiere, o esas tímidas y
bellísimas astromelias fijan una sensibilidad o poesía que exige una lectura
espaciada. Una luminosidad, intensidad lectora. Quizá demasiada en ese azar o
vaivén a la espera de remansos, o de una espera sabia o serenidad o su
contario, como parecen desear tras el fulgor sus versos, frente a la
invitación, o esos “caballos sosegados”, a veces solitarios, conmovidos. Otras
solitarios, transparentes, bajo los invernaderos “con techo de cristal”. Si limpia,
nítida, pulcra, su poesía “encierra/una labor de duelo”, pues lo padece a
veces, también o tanto como todavía su intensidad se balancea sensorial en esa
canícula o su ausencia.
(El Norte de Castilla)
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