martes, 27 de marzo de 2012

Reseña de Esthér Giménez: "Senda de sauces"

                                                                                    Sauce Llorón, Monet

  RESEÑA:  Senda de sauces (99 haikus), Verónica Aranda (Ediciones Amargord, 2011)

                                                                                                                              

Esthér Giménez

La poesía de Verónica Aranda se posa sutil sobre el silencio, como la garza en el río, huella borrada que apenas es huella. Su Senda de Sauces avanza sibilante y sigilosa y nos embauca con su música de viento. Comienza la obertura con sonido de oboes, atmósfera grave y serena que nos prepara y concentra en el camino. Nos brinda la poeta su andadura en cuatro estaciones, fiel al espíritu del haiku, que formalmente alude a los elementos naturales en los que se enmarca la experiencia poética. Las instantáneas entresacadas de cada época de del año se tiñen de las sensaciones, vivencias, lecturas y recuerdos de la poeta; imágenes que quedan así cubiertas por un envoltorio imperceptible, por una niebla que empaña lo superfluo y solo deja pasar lo esencial; una realidad fragmentada, inacabada ­–no en vano la autora elige que sus haikus sean 99, número que queda abierto a lo inesperado pero que a la vez ilustra la repetición, la continuidad, como el círculo que comienza y acaba en sí mismo, puerta que se abre pero que también se cierra.
La primavera es el punto de inicio de este ciclo, estación cuyo sentido se resume en la cita introductoria de Yamaguchi Sodô: “no hay nada y está todo”; una unión de contrarios que bien refleja la eterna lluvia, en sí movimiento y quietud, el ruido y el silencio, lo común y lo inesperado:

“Lluvias continuas.

Por mi choza modesta

saltan las ranas.”


Pequeños sobresaltos de vida aguardan escondidos tras lo cotidiano, elementos que enriquecen el viaje –siempre presente– pero que también lo salpican de misterio:


“Vuelvo a mi choza

por la senda de sauces.

Ardillas grises.”


El verano llega y con él la zozobra, el encallamiento, el desasosiego. La naturaleza se vuelve molesta, insidiosa y cómplice de nuestras miserias: avispas, mosquitos, espigas, que inoculan pereza, soledad, hastío. El viajero se guarda de lo natural y se diluye entre las calles, las gentes y sus hábitos, bajo un sol de justicia que ilumina con fuego las desdichas humanas. No obstante, aún quedan refugios para la ensoñación:


“Por la pantalla

de cine de verano

la mariposa.”


Adelante, amenaza el otoño. Un largo camino en solitario que agudiza la más profunda añoranza:

 “Te vi pasar;

luego el largo camino

y la hojarasca.”


El ser se desmiembra como lo hace la vida alrededor;  una capa efímera y presente cubre y consuela del dolor pasado, como los crisantemos caídos que, en voz de la poeta, tan bellamente ocultan la sangre del ciervo herido. El viajero está cansado y melancólico, pero su sed de camino aún no se apaga.

 Con el invierno, el luto blanco, la nieve que desorienta al caminante. La nieve persistente que cae y reposa, que todo lo cubre, sin distinción, que nos deshumaniza:


“Tras el biombo

se maquilla la viuda.

Llega el invierno”.


Verónica abandona la senda por el momento, pero la senda y los sauces permanecen, de la tierra manan y a la tierra vuelven. La autora cierra el círculo pintándolo de blanco, dándole opacidad y deslumbramiento. Como el papel del calígrafo rotundamente blanco antes de la tinta; la página no escrita del poeta, que en su seno ya es asombro, espera todavía, “con rastro de cien ciudades” y otros viajes en ciernes.

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