jueves, 6 de enero de 2011

Reseña de "Cortes de luz" por Marta Fuentes


                                                                                             Foto: Verónica Aranda

      
                     LOS OFICIOS MÁS HUMILDES
             
              POÉTICA II
Entregarse al oficio del silencio.
Oficio de ir buscando el sol frente a los claustros,
desgajando palabras, su resonancia cítrica,
con el don de dejarse acontecer.
(…)
Verónica Aranda, Cortes de luz, Rialp, Madrid, 2010.
  
                                                                                                                     Marta Fuentes
       ¿Qué es lo que otorga una gran fuerza y singularidad  a la obra poética de Verónica Aranda? Aparte del magistral dominio de la forma, muy en especial de la cadencia y la métrica, y del conocimiento de cómo llega al lector la imagen, la sabiduría con la que el yo lírico se coloca en cada retazo de mirada y, aún más importante, cómo éste, testigo y actor, se levanta diferente en cada poemario fundido hasta tal punto con lo que contempla que se olvida de sí y es creado por lo que mira. Dice la poeta en Cortes de Luz, Accésit del Premio  Adonáis del 2009:
 La misma vacuidad austera que precede a la escritura” y añade “y  a los cortes de luz”.  
   En la India, y concretamente en Nueva Delhi, donde Verónica Aranda ha vivido algunos años y donde ha gestado  y elaborado buena parte de este poemario, los cortes de luz son muy frecuentes. Vienen a hablarnos de la contingencia de los hechos que éstos interrumpen, de su carácter ilusorio si los considerábamos ciertos, de su futilidad si los considerábamos graves, de su banalidad si los creímos trascendentes. Los cortes de luz introducen en nuestra existencia el elemento de lo azaroso (no siempre exento de un sentimiento de fatalidad) y del juego, de la ficción y de la representación, del Maya y del Lila, piezas fundamentales de la filosofía hinduista. La  poeta asemeja en el primer poema de este libro el momento previo a la escritura a  los cortes de luz. La escritura como paréntesis existencial que le permite descubrir el mundo que le rodea, elegir una perspectiva para mirarlo, y en última, o quizá, primera instancia, transformar la identidad del  observador.
    El ejercicio de la escritura  se alimenta en  la falta de ataduras materiales y sentimentales, que es también condición del nómada, comparte la libertad de éste para mirar, para explorar: cualquier impulso nómada, los riesgos de las exploraciones y el cansancio; escritura que en el viaje del conocimiento se despoja, no malgasta palabras  y  busca la sencillez como el lenguaje del nómada.
   Por otra parte, la escritura en Cortes de Luz parte de la asunción de la carencia, la vacuidad austera, y del anhelo de belleza; sigue el impulso del amor platónico; pero frena su energía egotista y romántica al encararse con la realidad urbana y rural de la India  tan preciosa en su variedad y riqueza y tan digna de ser descrita que la poeta se olvida de sí  y sus versos se van abriendo como los pliegues de un abanico para poblarse con los personajes de esta realidad:  los conductores de rickshaws, la obrera paria, los artesanos, la aguadora, los hombres que fuman bidis, los niños acróbatas…y un sinfín más. Personajes, actantes de esta realidad, cruel e ilusoria a la vez, que en la maestría de la escritura de Verónica Aranda nos son desvelados en su auténtica condición de personas, y no al contrario. La escritura para vivificar, para devolver a lo mirado su estatus de realidad, no para mixtificar, ni mucho menos para estereotipar, ni siquiera para convertir lo real en ficción.
   Por todo lo anterior,  la palabra poética suena natural y directa a nuestros oídos, el sencillo lenguaje del viajero que anota y cuenta lo que ve. La palabra poética y el yo aprenden de lo mirado, adoptan ambos, sin afectación, el gesto que más conviene al mundo que observan, y del que forman parte, para ser expresado: así se construyen estos poemas otorgándole un gran protagonismo a la escena, a la semblanza y a la descripción; la metáfora siempre brillante e imaginativa lejos está de usarse con la ebriedad del que se halla en un trance místico, se dosifica sabia y meticulosamente para tensar líricamente el poema pero, sobre todo, para ser justa con la realidad que se cuenta.
    Asimismo,  hay también en este poemario un sentido de la justicia social, una necesidad de declaración de lo injusto, si bien, exenta de un prejuiciado pensamiento de superioridad típicamente occidental. Por el contrario, la poeta es humilde frente a lo que mira, admira su carácter insólito, su belleza o su espantada faz con una empatía serena y a veces, no paradójicamente, desapegada, para ofrecerle a lo contemplado el lugar que éste reclama  con las mínimas interferencias del testigo.
    La vida  en este libro de Verónica Aranda, más que en ningún otro de los suyos, es una experiencia, una exploración de lo diferente, y un abrirse paso en soledad frente a las dificultades. Todo ello me hace evocar al personaje del pícaro y del viajero de la literatura renacentista o, más adecuado al contexto del que hablamos, al Kim de Rudyard Kipling.  Al finalizar el poemario  la poeta ha aprendido de la existencia los oficios más humildes: amar y escribir no son una excepción.
                                                                                                            Marta Fuentes
                                                                                 Revista Nayagua nº14. Otoño-invierno 2010
                                                                                 (Centro de poesía José Hierro. Getafe)


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