domingo, 17 de marzo de 2019

Reseña de Dibujar una isla, por Francisco José Martínez Morán en la Revista Paraíso




Verónica Aranda, Dibujar una isla,
MADRID, reino de cordelia, 2017.

Francisco José Martínez Morán


Dibujar una isla, merecedor del XX Premio de Poesía Ciudad de Salamanca y publicado, con una delicadeza encomiable por Reino de Cordelia, es el nuevo libro de la prolífica y siempre sublime Verónica Aranda (Madrid, 1982), autora de una magnífica colección de títulos que pueden contarse ya, sin duda, entre los mejores de su generación.
Ariadna García constataba en su momento, al hilo del libro que ahora también reseñamos (Oculta Lit, a través de la bitácora El rompehielos, 19 de enero de 2018), la forja que de su voz, tan propia, reconocible e hipnótica, había ido realizando Verónica Aranda a lo largo de su larguísima producción poética y la manera en que esos elementos característicos fraguan, como siempre y como nunca, en los poemas que componen su última entrega lírica; y al mismo tiempo, sin suponer una contradicción, un giro importante en su tratamiento de temas y formas. En efecto, Ariadna García acertaba de pleno: sigue, como siempre, encontrando el lector en Dibujar una isla un trabajo honesto y de alta exigencia, perfeccionista y plagado de detalles y sutiles musicalidades, pero también, al unísono, una nueva dimensión interior del verso y sus posibilidades de introspección hasta ahora inédita en Aranda. Estos nuevos caminos, presentes sobre todo en el tramo final del conjunto, resultan sólidos y prometedores, y contrastan, enriqueciéndola en un muy alto grado, con la distintiva sensualidad verbal de la autora. Hay, tal vez, en estas páginas una nueva y fascinante frialdad de lo real cotidiano que, pasada por un filtro simbólico de inusitada potencia, resulta, sencillamente, sobrecogedora.
Dibujar una isla se divide en tres partes. Las dos primeras, un recorrido minucioso por las islas del Egeo y del Jónico, suponen un glorioso, sugerente y logradísimo elogio de la levedad. La poeta construye en ellas un nosotros, no poco narrativo, sobre el que se levanta y gravita una lúcida observación de lo cíclico y de lo necesariamente perecedero. Todo encaja: se produce un viaje a la raíz y sus frutos; las viajeras, que se saben herederas de ese mundo eterno que apenas rozan, se reconocen, a  su vez, temporales y variables: como el mar que circunda todos los territorios, como la piel en el vaivén de los deseos y las frustraciones veladas. De ahí los símbolos cítricos que pueblan los poemas de estas secciones; de ahí los jardines de las villas, los ciruelos, las alcaparras, los pinares, el vino, el paraíso diminuto que se nos describe en versos como los de “Antipaxos” (p. 47), como preludio de un nítido descenso a los infiernos: como en el mito de Perséfone, quizás, fruta para el olvido que apenas fue recuerdo.
El título del libro remite a ricas evocaciones sobre la tarea misma de la escritura: el dibujo requiere de la observación, como la poesía; la isla requiere interioridad, encuentro y desencuentro de tierra y agua, como se requieren papel y tinta. Recordaba Cirlot en su Diccionario de símbolos que Jung hablaba de la isla como un “refugio contra el amenazador asalto del mar inconsciente” (cito según la edición de Siruela de la obra [2001, p. 263]). Hay en los poemas de Aranda refugio y conocimiento compartido, hogar itinerante contra la podredumbre de lo roto. Verónica Aranda teje en estas dos secciones el tapiz de una íntima odisea y traza, por lo tanto, un delicado puente entre la épica personal y la lírica aún no desgastada, pero inminentemente ruinosa, de las protagonistas.
Tras la transición de las islas del Jónico, en las que se intuye, desde el mismo acercamiento en ferry una tormenta irremediable, la simbología de la isla cambia de forma diametral y es la casa, el hogar que debe compartirse, un perfecto exponente de las islas con las que cierra Cirlot la entrada de su Diccionario antes aludida: en paralelo a la sección final (“Dibujar una casa”) encontramos que “[según el hinduismo] la isla se concibe como el punto de fuerza metafísico en el cual se condensan las fuerzas de la inmensa ilógica del océano”, mientras que para la cosmovisión grecolatina simboliza “[la isla] aislamiento, soledad y muerte. La mayor parte de deidades de las islas tienen carácter funerario, como Calipso” (loc. cit.). Huelga decir, así pues, que ambas culturas han influido de manera decisiva en el quehacer poético de Verónica Aranda y que, por ende, este resulta un paso más que lógico en la evolución de su escritura.
Es el momento, en esas páginas finales, de la exploración de dicha confluencia, a través de los versos más sombríos de toda su carrera, pero también, me atrevo a decir, de los más personales y, sin lugar a dudas, turbadores. Y no se conforma aquí Aranda con la inercia del significado direco de la casa convertida en isla y en jaula y en desencanto, sino que crea un enorme catálogo de imágenes (incluso con neologismos en aposición realmente felices, como silencio-arcilla) cercano al surrealismo para delinear con precisión exquisita el fruto malogrado de una isla sin raíz donde la promisión se resuelve en un inventario de lo irrecuperable. Se viaja, así, de la clave alta de las islas griegas (de la fluidez de la natación y del itinerario) a la clave baja, muy baja, de lo detenido y hecho añicos, al testimonio del estigma y del muro.
En definitiva, Dibujar una isla nos ofrece una novedad doble: no solo una magnífica colección de poemas nuevos de Verónica Aranda, sino también un nuevo rumbo en su dicción y una nueva forma de construir sus libros y los poemas que los componen. Estamos de enhorabuena.


(Reseña publicada en el nº14 de la Revista Paraíso, Diputación de Jaén, 2019)

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